Ella seguía acostada, boca arriba, en la cama. Después de un momento le ofrecí, dudando: ¿quieres que te lea algo? Levantándose inmediatamente y dibujando una sonrisa en su rostro: sí, dale. Un poema. Saqué de mi bolsillo uno que escribí pensando en la mujer amada. Mientras arreglaba el papel para leerlo cómodamente, me puse a pensar rápidamente que sólo tenía dos opciones para zafarme de tan grande tentación: una era que durante el tiempo que estuviera allí, la llenara de poemas y el otro, caer en la misma tentación, a la vez que le rendiría honores a la frase del escritor Irlandés, a quien admiro mucho, Oscar Wilde: “La única forma de vencer una tentación es dejarse arrastrar por ella.”
Giselle se puso cómoda en la cama. Yo agarré una silla y la acerqué, haciendo frente de ella, me senté. Me miró con esos ojos grandes que, por más que no quiera calificarlas, lo hacía; muy a pesar de que, realmente con quién debería vivir estás ocasiones, fuera más bien la mujer que amo. Todo pensamiento o ideal de vida que tenía sobre la mujer amada, se encontraba a prueba en esos momentos, incluso los efectos que puedan causar los poemas en una mujer.
Bueno, empecé a leer.
Yo leía, ella escuchaba atenta; al parecer.
Mientras seguía leyendo, ella empezó a soltarse el cabello. Yo me detuve un momento a observar lo que hacía, pero continué sin darle mucha importancia.
De repente se despojó de su blusa celeste, la que traía desde la mañana, de forma muy ligera y sensual. Tras quedarse en reposo por un momento y dar un sorbo muy largo de aire, continuó con su sostén -esta vez yo la quede observando muy atento, sacándome por instante de la concentración-. Seguidamente empezó a dar movimientos muy suaves, muy lentos. Alzó con su mano izquierda su sostén celeste con manchas blanquizcas; le dio tantas vueltas, como si fuese una elipse, hasta soltarlo y dejarlo caer cerca al armario.
enrique chaz
No hay comentarios:
Publicar un comentario